El miedo, como ya comentamos en una entrada anterior, es una emoción primaria. Se trata de un mecanismo de supervivencia y de defensa, surgido para permitir al individuo responder ante situaciones adversas con rapidez y eficacia.
“El mecanismo que desata el miedo se encuentra, tanto en personas como en animales, en el cerebro, concretamente en el cerebro reptiliano, que se encarga de regular acciones esenciales para la supervivencia como comer y respirar, y en el sistema límbico, que es el encargado de regular las emociones, la lucha, la huida, la evitación del dolor y en general todas las funciones de conservación del individuo y de la especie. Este sistema revisa de manera constante (incluso durante el sueño) toda la información que se recibe a través de los sentidos, y lo hace mediante la estructura llamada amígdala cerebral, que controla las emociones básicas, como el miedo y el afecto, y se encarga de localizar la fuente del peligro.”
Nuestro sustrato instintivo, común en algunas cosas con el de otros animales superiores, ha evolucionado para evaluar rápidamente el peligro y así poder decidir, en una fracción de segundo, si conviene enfrentarlo, camuflarse o huir (las tres respuestas básicas que existen ante el miedo).
El miedo desencadena una cascada de reacciones fisiológicas y psicológicas automáticas:
“se incrementa el metabolismo celular, aumenta la presión arterial, la glucosa en sangre y la actividad cerebral, así como la coagulación sanguínea. El sistema inmunitario se detiene (al igual que toda función no esencial), la sangre fluye a los músculos mayores (especialmente a las extremidades inferiores, en preparación para la huida) y el corazón bombea sangre a gran velocidad para llevar hormonas a las células (especialmente adrenalina). También se producen importantes modificaciones faciales: agrandamiento de los ojos para mejorar la visión, dilatación de las pupilas para facilitar la admisión de luz, la frente se arruga y los labios se estiran horizontalmente.”
En los seres humanos, el miedo parece tener una etiología más compleja, de hecho, puede ser exclusivamente psicógeno (de origen psicológico, no causado por un estímulo externo):
“La extirpación de la amígdala parece eliminar el miedo en animales, pero tal cosa no sucede en humanos (que a lo sumo cambian su personalidad y se hacen más calmados), en los que el mecanismo del miedo y la agresividad es más complejo e interactúa con la corteza cerebral y otras partes del sistema límbico.”
El ser humano puede sentir miedo causado por sus propias ideas y pensamientos.
El miedo difuso, impreciso, psicógeno, cuando se hace crónico desencadena un trastorno de ansiedad.
Cuando el miedo cronificado, la ansiedad, va acompañada de la incapacidad de decidir sobre los factores que la producen, de la ausencia de control sobre la propia vida, caemos en lo que se denomina la indefensión aprendida, que va asociada normalmente con depresión clínica y otros trastornos mentales "resultantes" de la percepción de ausencia de control sobre una situación.
La indefensión aprendida es:
“la condición de un ser humano o animal que ha "aprendido" a comportarse pasivamente, con la sensación subjetiva de no poder hacer nada y que no responde a pesar de que existen oportunidades reales de cambiar la situación aversiva, evitando las circunstancias desagradables o mediante la obtención de recompensas positivas”
La indefensión aprendida es un medio de control óptimo. Las propias víctimas aprenden a autocontrolarse y a no suponer ninguna amenaza para sus agresores.
Es uno de los mecanismos que intervienen, por ejemplo, en la doma de animales que, en su estado salvaje, son violentos y agresivos.
El experimento Whitehall, llevado a cabo hace medio siglo en Inglaterra sobre funcionarios con diferentes grados de autonomía y responsabilidad por sus decisiones, llegó a una conclusión sorprendente: la salud física y psicológica de los trabajadores está vinculada positivamente con su capacidad de decisión y autonomía.
Dice Mario Bunge:
“Antes se creía que el ejercicio del poder causaba úlceras, y no es así. Es al revés. La sumisión causa úlceras. El subordinado, al no participar en las decisiones sobre su propio trabajo, se siente inferior y, de hecho, lo es. Esto tiene una repercusión desfavorable sobre su salud.”
Atreverse a tomar las riendas de la propia vida puede tener un coste personal muy alto, pero no hacerlo también tiene un coste, que muchas veces puede ser bastante mayor.
Ya tratamos esto en la entrada dedicada a los esclavos del mal.