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sábado, 19 de octubre de 2013

Psicosis: estructura de extremos


Cecilia López
En un diagnóstico psicoanalítico,
la psicosis es la posición subjetiva
caracterizada por la “falta de la falta:
no existen equívocos, fallos o vacíos.


Las alucinaciones, las realidades alternas
y otras manifestaciones necesarias para
el diagnóstico psiquiátrico, no son
determinantes para el psicoanálisis.


Para nosotros, la psicosis es más bien
una estructura y no una enfermedad; por
ello los parámetros para definirla se
relacionan con el lenguaje, los límites y
la función de la ley en la psique.

La mente, la psique, la subjetividad, siempre han sido motivo particular de interés. Para la mayoría, se tratan de un elemento diferenciador con otros seres vivos, inclusive con otros humanos; son el punto para decir “este soy yo”. Al mismo tiempo, no obstante, parecieran ser una fuente inagotable de misterios, tormentos, dudas y conflictos. Entre las facetas más oscuras del enigma de la mente, se encuentra la temida e incomprensible “locura”, como se le llama coloquialmente.

¿Qué es la locura? ¿En dónde comienza? ¿Qué la caracteriza? 

Es casi imposible responder comprehensivamente; podrían existir tantas respuestas como puntos de vista. En siglos pasados se le consideró como una posesión demoniaca; en épocas más recientes, neurólogos y psiquiatras lo clasifican como una enfermedad, como un desbalance bioquímico en el cerebro. Habrá quienes teman la locura y, de igual forma, en el arte habrá incluso quienes se sientan atraídos a ella, como si fuera una fuente de creación y genialidad inagotables.

Definir la locura es una tarea titánica en la que no pretendemos embarcarnos. Para propósitos de este artículo nos limitaremos a hablar de la llamada psicosis: una palabra con frecuencia asociada a la locura, o a una enfermedad mental de acuerdo con la psiquiatría y la psicología. En el psicoanálisis, la psicosis es una de las tres posiciones subjetivas, junto con la neurosis y la perversión.

La psicosis es un tema muy intrincado y complejo de la teoría psicoanalítica, que además sufre diversas modificaciones a lo largo de la obra de Freud y Lacan. No es nuestra intención ofrecer un estudio comprensivo de esta posición subjetiva, sino simplemente un texto que sirva como primera introducción al tema.

El Otro, el lenguaje y los límites

En nuestro artículo “Ley y límites en la psique: el lenguaje”, hablamos sobre cómo se incorpora el niño el mundo del lenguaje y cómo aprende a delimitarse.
Al aceptar las explicaciones que la madre hace de nosotros: por un lado construimos un significado en el caos interior y adquirimos un sentido de “yo mismo”. Por el otro, podemos relacionarnos con el mundo exterior, forjar una relación más allá de la relación con la madre.

Como mencionamos en el mismo artículo, cuando la madre no acepta los límites y la ley para ella misma, cuando no permite que se rompa el círculo cerrado con el hijo, cuando no hay nada más allá de la madre, es el momento en que se gesta la estructura psicótica. Una relación madre-hijo cerrada imposibilita que el niño pueda formar otras relaciones, seguir su propio camino, en suma, le imposibilita tener existencia propia.

Falta de/en la madre

El factor elemental de la formación de la estructura psíquica es la falta de límites, o la falta de una falta, como explicaremos. ¿A quién le faltan los límites?, ¿al niño? También; principalmente, es que le faltan límites a la madre.

Al inicio de la vida, la madre (cuidador primario) es el único punto de contacto con el mundo exterior. La madre cuida al niño, lo alimenta, lo asea, lo apapacha y, sobretodo, es capaz de interpretar y solucionar el caos interior del niño. La madre es la intérprete del niño para con el mundo y viceversa, como un guía de turistas cuando vamos a un país en el extranjero. Está al lado del niño y buscar solventar todos sus problemas y necesidades, sumergirlo en un estado de bienestar.

En esta situación, el niño se siente totalmente atrapado por la madre, tanto en el sentido de estar contenido por ella, como en el sentido de estar sujeto o enganchado a ella. No tiene que hacerse cargo de sí, ni buscar sus propias soluciones, ni ocuparse de sus necesidades, ni tampoco de forjar su propio camino: la madre resuelve todo, es una presencia total e incluso abrumante.

Aunque lo anterior es necesario al inicio de la vida, no puede mantenerse indefinidamente. A la madre le es imposible cuidar del niño todo el tiempo; tiene otras demandas y otras ocupaciones, no puede fungir únicamente como intérprete porque también necesita relacionarse con el mundo por ella misma. Hay algo (trabajo, esposo, amigos, estudios, pasatiempos…) más allá del hijo que le obliga a romper el binomio cerrado madre-hijo.

Mencionamos que el niño percibe a su madre como una presencia total, sin carencias, ni fallas, ni errores. Al momento en que la madre necesita dejar al niño por tener otras ocupaciones y demandas, es el momento en que sale a la luz el hecho de que a la madre le hace falta algo (dinero, pláticas, compañía, tiempo libre, comer, dormir). Ella no lo tiene todo. De tenerlo, no necesitaría alejarse para ir en búsqueda de algo más.

Cuando la madre se aleja, permite hacer una diferenciación entre el niño y la madre. Este es un momento crucial para la formación de la posición subjetiva: el niño sólo podrá tener “existencia” psíquica, si puede hacer una diferenciación entre la madre y él. ¿Cómo se logra? Con el juego ausencia-presencia de la madre, mismo del que hablamos en otro artículo del mes.

Además de tener que dejarlo, conforme el niño vaya creciendo, la madre lo enseñará a valerse por sí mismo, incluyendo exigirle aprender el idioma, encomendándolo a intercambiar balbuceos por palabras, llevarle a la escuela, aun en contra de sus protestas, y solicitarle solucionar tareas sencillas por el mismo.
La precepción del niño acerca de su madre cambia radicalmente: resulta no ser autosuficiente, ni la autoridad absoluta del mundo, ella también tiene límites, tiene una falta y está sujeto a ciertas leyes o reglas, algunas tan básicas, por ejemplo, como la necesidad alimentarse para estar sana. Si ella fuese total, si fuese autosuficiente, no necesitaría seguir reglas ajenas, ella fijaría sus reglas

La madre exige que el niño siga ciertas reglas y tenga ciertos límites, al igual que ella. Por ejemplo, el niño debe aprender el idioma de la madre, y debe regular algunas de sus conductas para ajustarse a parámetros biológicos (como alimentarse) y sociales (como adoptar los hábitos de higiene). 

Sin límites

¿Qué sucede cuando la madre no tiene una falta y se presenta como autoridad total y absoluta? ¿Qué sucede cuando la madre no permite la separación, cuando no admite que otros elementos y factores (padre, familiares, trabajo, reglas, costumbres) se interpongan entre ella y el hijo? ¿Qué ocurre si ella no está sujeta a una ley y no exige al hijo seguir ciertas normas? Estos elementos llevan al desarrollo de una estructura psicótica.

La separación, la falta, la ley, los límites y el lenguaje, permiten que el niño tenga una existencia propia, más allá de la madre. Al saber hablar, por ejemplo, él solo puede pedir un vaso con agua a cualquier persona; no es necesario esperar a que la madre interprete su balbuceo “¿Qué necesita” “Te dice que tiene sed y te pide algo de tomar”. Podríamos considerar los límites y la “ley” como una “protección” contra el régimen totalizador y absolutista de la madre.

En la psicosis no se instauran estos elementos en la estructura psíquica, lo cual remite, de alguna manera, a quedarse perpetuamente atrapado en el mundo materno, a no tener existencia propia. Al no haber una diferencia tajante entre el niño y la madre, algo que divida a uno del otro, el niño permanece como una extensión de la madre, como su apéndice.

El mundo de los extremos

La psicosis puede gestarse por cualquiera de los dos extremos: o la madre es una presencia sofocante que está todo el tiempo con el hijo; o, por el contrario, lo ignora más de la cuenta, y no lo introduce al mundo simbólico, a la sociedad, por desinterés total en el hijo.

Una sobreprotección exagerada a tal grado que la madre no permite el contacto directo entre el niño y el mundo, o un abandono y descuido total respecto al niño, son los dos extremos que dan como resultado el desarrollar una estructura psicótica. 

¿Y luego…?

Desde el diagnóstico psicoanalítico, la psicosis no es una enfermedad ni una manifestación súbita. Como hemos repetido en múltiples ocasiones, se trata de una estructura y, por lo mismo, está ahí desde el inicio hasta el final. En otros artículos asemejamos la estructura con el esqueleto: así como el esqueleto está ahí desde el desarrollo intrauterino, así la estructura está ahí desde que se fragua la psique (alrededor de los 6 años).

La estructura psicosis tiene una mayor tendencia a desestabilizarse en algún momento. Cuando por algún motivo se desequilibra, ocurren los llamados episodios psicóticos donde pueden surgir síntomas como alucinaciones, delirios de persecución o ruptura con la realidad. Qué provocará el desequilibrio o qué síntomas tendrá dependerá de cada caso en particular; recordemos únicamente que una alucinación no es necesariamente exclusiva de la psicosis.

Mientras no haya un desequilibrio, los psicóticos no exhiben ninguno de los elementos típicamente relacionados con un quiebre psicótico. Ello no implica que no tengan una estructura psicótica: las estructuras no mutan a lo largo de la vida, son fijas.

En la psicosis, un elemento que usualmente introduce conflicto son las faltas o dudas. Recordemos que en la psicosis no hay falta: no la hubo en la madre, no la hay en el niño. Podríamos decir que es una estructura ridículamente rígida y cuadrada donde sólo existen certezas, nunca dudas.

En la neurosis, principalmente, existe la tendencia a preguntarse por el pasado y por el futuro, a cuestionar los motivos y las razones para tomar tal o cual decisión, e incluso a estar en eterno conflicto entre lo que deberíamos hacer y lo que se quiere hacer. En un psicoanálisis, los cuestionamientos neuróticos entran en movimiento, van modificándose, surgen nuevas preguntas y anhelos.

En la psicosis, no hay movimiento ni tránsito. Aquí es donde entra la cuestión exageradamente rígida y certera de la psicosis: no hay cambios ni desplazamiento en su sus pensamientos o intereses. Los psicóticos permanecen firmes no por una convicción en su posición, sino porque “así son las cosas”. Digamos que introducen los elementos sin apropiarse de ellos, los aceptan tal cuál son, sin censura.

Otra característica importante es que en la psicosis no hay inconsciente.

 Ni existe la necesidad de censurar pensamientos, ni tampoco existe control de impulsos. Un psicótico nunca aprehende norma o límite alguno, por lo que no tiene necesidad de contenerse, ni de contener sus sensaciones o impulsos. Así como un niño pequeño llora y hace berrinche por tener hambre, sin capacidad de modular o aplazar su malestar, así algo similar sucede en la psicosis.

Ley y límites en la psique: el lenguaje

Ley y límites
en la psique: el lenguaje
Cecilia López
El establecimiento de límites es
un factor esencial en la formación
de la estructura psíquica de la persona.
Los límites se refieren, por un
lado a lo que se le permite hacer
o no al niño, pero también se refiere
a que los padres estén sujetos a
límites, o, dicho de otra forma,
que también deban respetar una “ley”.



Todas las teorías y posturas sobre cómo educar a los niños hacen hincapié en la importancia de establecer límites: enseñar a los hijos qué está permitido, qué está prohibido y cuáles son las consecuencias de trasgredir las normas. Los padres o educadores, además, no deben titubear al momento de hacer valer estas reglas: deben ser firmes en su aplicación.

En el psicoanálisis, la cuestión de los límites no se refiere exclusivamente a una labor de educación y formación. El cómo se posicione una persona respecto a lo que llamaremos la “ley”, es una factor determinante para su posición subjetiva o estructura psíquica. Podría decirse que la posición respecto a la “ley” es lo que determina cómo será el “esqueleto” (estructura psíquica) de una persona.

¿Cómo pueden los límites determinar la estructura de una persona? No se trata de los límites o reglas por sí mismo, sino primordialmente de cómo los padres, o cuidadores primarios, instruyan o manejen esos límites, tanto para el niño mismo como respecto a sí mismos. A grandes rasgos, se trata de dos momentos, dos tipos de leyes, que determinan la estructura de una persona.

Primera ley: el lenguaje e interpretación del omnipotente

En varios artículos hemos mencionado al omnipotente o gran Otro. ¿Quién es este omnipotente o gran Otro? Aunque con frecuencia lo asociamos con la madre, el padre o el cuidador primario del niño, recordemos que no se trata de ellos en concreto, sino se trata de ellos en tanto tienen la capacidad y la función de dar un significado e interpretar los eventos del mundo para el niño. En otras palabras, son quienes tienen la capacidad de introducir al niño al mundo del lenguaje para delimitarlo.

Los niños lloran o sienten un displacer físico y no sólo no saben cómo solucionarlo, sino que ni siquiera saben qué les sucede, o si sí, les es imposible comunicarlo. Al escuchar el llanto, la madre, o el cuidador primario, se acerca al niño y le explica qué le sucede “Estás de mal humor porque no has dormido bien”. En ocasiones, además de la explicación, ofrece una solución, o da una instrucción, como que cese el berrinche, por ejemplo.

Por medio de las explicaciones de la madre, por medio de sus palabras, los niños hacen sentido del caos interior vivido y aprenden a delimitarse, es decir, a tener una existencia propia. La mamá dice “Tú tienes hambre”, con lo cual el niño recibe el elemento "Tú-Yo” para referirse a sí mismo: “Yo tengo hambre”, “Yo tengo sueño”; se crea el sentimiento de “yo-mismo”, esto es, se construye nuestra “mismidad”.

Imaginemos, por ejemplo, que estamos en un país cuyo idioma no conocemos. Tenemos hambre, tenemos frío y estamos cansados, ¿cómo pedir indicaciones para encontrar un restaurante y un hotel? Es inútil: ellos no entienden español, y nosotros no hablamos su idioma. Nos sentimos frustrados, perdidos, desesperados y confundidos; es como si hubiese una barrera entre nosotros y el mundo, como si estuviéramos aislados dentro de nosotros mismos.

Estamos al borde de las lágrimas cuando nos encontramos con una escuela de idiomas. Felices entramos y un intérprete nos ayuda a encontrar hospedaje por esa noche. En el camino, sin embargo, el intérprete nos aclara que le será imposible acompañarnos todo el tiempo y, si vamos a permanecer en el país, es obligatorio que aprendamos el idioma.

El ejemplo es algo similar a lo que ocurre al inicio de nuestra vida, sólo que en lugar de ser un país con un idioma extraño, es lo exterior y nuestro interior, es nuestra mente, cuerpo y sensaciones las que se experimentan como ajenas e incomprensibles. El intérprete en este caso sería el Otro, quien nos enseña el idioma y, más aún, nos enseña quiénes somos, como si fuera un conocimiento igual al del colegio. Una vez instruido, nosotros aprendemos y aprehendemos ese “yo mismo” enseñado, lo hacemos propio.

¿Aceptar o no la interpretación y palabra del omnipotente?

Todo este proceso implica la entrada en juego de la “primera ley”: por un lado, las explicaciones de otros nos delimitan y nos dan una sensación de “yo mismo”. Nos enseñan quiénes somos y cómo debemos ser y, sobretodo, al momento de decir “éste soy yo”, nos es posible diferenciarnos del “éste no soy yo”. Surge un primer límite: entre el “yo mismo” y el resto del mundo.

Por otro lado, también está la cuestión de someterse a la ley del lenguaje. ¿A qué nos referimos con esto? Un niño aprende a hablar cuando ha aceptado el mundo del Otro, es decir, cuando acepta el lenguaje (las explicaciones, significaciones) del Otro y lo admite, lo hace propio. Para decirlo en términos más psicoanalíticos: un niño aprende a hablar cuando se sujeta al lenguaje, cuando se hace un sujeto del lenguaje.

Los niños aceptan intercambiar los balbuceos por el lenguaje socialmente aceptado y reconocido. Imaginemos que un niño pide un “pelo” de regalo de cumpleaños y la madre lo corrige: “No se dice pelo, se dice perro”. ¿Por qué lo corrige? Porque la palabra correcta, la que se convino socialmente, la que todas las personas entienden, es “perro”. Si el niño quiere comunicarse con otros, si quiere ser parte del mundo, debe aceptar las reglas establecidas del lenguaje y, así, utilizarlo para delimitarse.
En términos de la teoría psicoanalítica, este es el punto de elección entre el principio del placer y el principio de realidad, o el momento de la alienación donde se deviene sujeto del lenguaje.

El rol de la madre

Hasta este punto hemos expuesto someramente cuál es y cómo opera el primer límite desde la visión del niño, cómo se convierte en un “sujeto de la ley” y, al hacerlo, obtiene una primera explicación de quién es él. Al inicio del artículo, no obstante, aclaramos que los límites dependen sobretodo de cómo se posicionen los padres respecto de la ley y de cómo se la presenten a los hijos.

La madre juega un rol fundamental en el establecimiento, función y posicionamiento de la ley en el hijo. Antes que nada, aclaremos que al momento de decir “madre” no nos referimos exclusivamente a la progenitora biológica, tampoco nos referimos a una mujer necesariamente. En este caso “madre” se refiere a la función que desempeña una persona al inicio de la vida de un niño, es decir, el cuidador primario del niño, sea varón o mujer, sea pariente o no. Por comodidad, lo referiremos como “madre”.

Volvamos al ejemplo anterior, donde el niño pide un “pelo” de regalo y la madre corrige la palabra a “perro”. Nuevamente preguntémonos ¿por qué lo corrige? Porque la palabra correcta es “perro”. Ahora bien, la madre no inventó la palabra perro, por el contrario, cuando ella era niña, la aprendió de su propia madre, la abuela.

La madre puede transmitir la enseñanza de la palabra porque, en algún momento cuando era niña, ella aceptó las leyes del lenguaje, aceptó hacer propias las explicaciones y enseñanzas sobre ella misma que la abuela le proporcionó; en otras palabras, aceptó aprender el “idioma” de la abuela para poder ingresar al mundo. La madre puede corregir al niño porque ella misma sigue la ley, ella misma tiene límites.

Al momento en que la madre corrige al hijo, “No se dice pelo, se dice perro”, además de mostrar que está delimitada y sujeta a la ley, también está validando esta ley para con el hijo.

¿Cómo valida la ley con una corrección? Expliquemos: uno no transmite a sus hijos una enseñanza con la que no está de acuerdo. Una madre vegetariana, por ejemplo, no enseñará a sus hijos cómo cocinar una chuleta de cordero; y una madre pacifista nunca enseñará a sus hijos que los problemas se resuelven con golpes. Aunque a veces no estemos conscientes, o no nos demos cuenta, siempre hay una concordancia entre lo que se transmite a nuestros hijos y aquello allegado a nosotros.

El simple hecho de transmitir una enseñanza implica, por un lado. que se acepta, y por otro lleva la orden de seguir esa enseñanza. La madre vegetariana transmitirá a sus hijos las ventajas de no ingerir carne y, de forma implícita o explícita, esperará que sus hijos sean también vegetarianos. La enseñanza de la madre conlleva la orden a sus hijos de seguir esa enseñanza.

Cuando la madre corrige al hijo y lo instruye sobre cuál es la palabra correcta, al mismo tiempo le está instruyendo que entre al mundo del lenguaje socialmente convenido para poder ser parte de un grupo social, es decir, le instruye que haga propios los elementos necesarios para formar parte de la “realidad”, del mundo exterior.

Romper el binomio madre-hijo: inicio de la existencia

Los límites, la ley, el lenguaje, ultimadamente sirven para que el niño pueda trascender la relación con la madre y crear su propia vida, su propio rumbo, sus propias relaciones. En otras palabras, sirven para el que niño tenga una existencia más allá de la relación con la madre.

En el ejemplo, si la madre no corrigiera la palabra, si ella aceptara que el niño dijera “pelo” en lugar de “perro” y aceptara fungir como el intérprete del niño para con otras personas, se crearía una especie de círculo cerrado entre la madre y el hijo, impidiendo que el niño pudiera existir más allá de la madre.

Si solamente la madre es capaz de entender al niño y ésta no le enseña a comunicarse con los demás, está provocando que el niño esté eternamente sometido a ella, dependiente de ella al carecer de otras herramientas. El cerrar la relación entre la madre y el niño, sin permitir la entrada de otros elementos, incluyendo límites y leyes, es lo que lleva a tener una estructura psicótica.

FUENTE

La primera sesión de análisis

La primera sesión de análisis
Cecilia López
Después de mucho pensarlo, tomamos la
decisión de iniciar un proceso psicoanalítico.
Hemos elegido al psicoanalista, el lugar
y tenemos lista nuestra primera sesión.

¿Cuáles son las dudas y miedos que surgen
en ese momento? ¿por qué surgen? 
¿qué debemos esperar del psicoanálisis?

¿Cómo va a funcionar y cuánto va a durar?

Ya tenemos la cita con un psicoanalista, ahora se acerca el día y hora de ir. Es en este momento donde pueden asaltarnos las dudas y miedos. Sentimos ansiedad o nervios, no sabemos qué vamos a decir; incluso podemos tener desidia o apatía y reconsideramos nuestra decisión “No, mejor ya no quiero ir”, “En realidad yo sólo puedo con mis problemas”, “La verdad es que el psicoanálisis no es para mi”, “Está muy lejos y va implicar un costo adicional importante”.
Pensamientos de este tipo indican una resistencia ¿a qué nos referimos con esto? Sabemos que en un psicoanálisis vamos a explorar todas aquellas experiencias, vivencias o sentimientos que nos producen malestar. Naturalmente, la primera reacción es tratar de ignorarlos, “taparlos” y dejarlos ahí abajo, esperando que eventualmente nos olvidemos de que existen y nos dejen de causar conflictos, ¡qué idea tan absurda es desenterrar todas aquellos recuerdos o vivencias dolorosas!
En términos sencillos, digamos que hay una parte de nosotros que se resiste a adentrarnos en las profundidades de nuestra psique y con justa razón. ¿Por qué hacerlo entonces? Enfrentarse a los “monstruos” psíquicos es un proceso muy difícil, nadie lo niega, pero la única forma de evitar que una experiencia o conflicto tenga efectos sobre nuestra vida es examinándola, enfrentándola y ultimadamente reacomodándola, haciéndonos responsables de todos esos monstruos. Si se pretende evitarlo u ocultarlo, siempre permanecerá ahí.
Finalmente, con mucho trabajo, llegamos a nuestra cita. Entramos al consultorio, nos sentamos y el psicoanalista permanece en silencio…y ahora ¿qué hacemos? Ya hemos llegado aquí para encarar nuestros monstruos, y eso ¿cómo se hace?
¿Cómo trabaja el psicoanálisis?
En un psicoanálisis no existe una fórmula específica ni una serie de lineamientos concretos a seguir de igual forma con cada paciente. No se trata de una cadena de montaje donde cada producto debe seguir el mismo proceso de homogenización. Por el contrario, recordemos que el psicoanálisis es un proceso que sigue el “caso por caso”, eso implica que cada paciente tendrá un psicoanálisis especializado, basado en una teoría general.
La única regla que aplica de la misma forma para todos los pacientes es lo siguiente: decir lo primero que venga a la mente sin reserva alguna. No importa si lo que estamos pensado es lógico o no, si hace sentido con lo último que dijimos o no, si nos asustan nuestros propios pensamientos o nos hacen sentir avergonzados.
Un análisis es nuestro espacio más íntimo y se trata de nosotros. Así pues, el psicoanalista permanece en silencio esperando a que nos apropiemos de ese espacio mediante nuestras palabras. Siguiendo la regla de decir todo lo que venga a la mente, nuestro único comando es hablar ¿de qué? de lo que sea que estemos pensando, aunque parezca absurdo, ilógico o aburrido. Nosotros no estamos ahí para entretener al psicoanalista, sino para hablar de nosotros.
¿Cómo ayuda el hablar para enfrentar a los monstruos? Al decir todo lo que venga a la mente sin importar si es absurdo o ilógico, se inicia la llamada “asociación libre”. La asociación libre revela la forma inconciente en cómo se ata un decir con otro.
Por ejemplo, digamos que una persona está hablando sobre su disgusto por el color rojo y después, siguiendo la regla de decir lo que venga a la mente, empieza a hablar sobre un libro donde se narra una relación padre-hijo. La labor del psicoanalista será encontrar el punto de unión escondido entre estos dos temas, pues, aunque aparentemente no tengan vínculo uno con otro, en lo inconciente guardan una estrecha relación.
Siguiendo nuestro ejemplo, el psicoanalista empieza a hacer preguntas e interpretaciones y sale a la luz el recuerdo olvidado del paciente de cuando su padre se enfureció porque obtuvo una mala nota en la escuela -la calificación estaba escrita con tinta roja y por eso el disgusto por el color: le remonta a un fracaso y a la furia de su padre.
En este sencillo ejemplo se puede ver que al decir lo que venga a la mente se tiene acceso al material inconciente, es decir, a las “anclas” de nuestro malestar, miedos o determinadas reacciones. Es la manera de llegar a nuestros monstruos psíquicos. Nuestra tarea es hablar, la tarea del psicoanalista es escuchar lo no-dicho de nuestra habla.
Frecuencia, duración y costos
La frecuencia de las sesiones depende de cada persona. Usualmente es mejor que sean al menos dos sesiones por semana ¿por qué? Porque de esta forma se puede movilizar más el material psíquico y así facilitar la salida de más monstruos. Las sesiones tienen una duración de 45 minutos aproximadamente, pero en ocasiones pueden durar más o menos tiempo, todo depende del trabajo que se esté haciendo en ese momento.
En cuanto a la duración del análisis es imposible establecer cuánto tiempo será. El psicoanálisis no es un tratamiento con una duración y un objetivo fijos, como el caso de una psicoterapia cuyo objetivo es ajustar cierto componente de conducta y después de eso termina. El psicoanálisis no se trata de ajustar una conducta sino de realmente analizar los “monstruos”, y resignificar y reapropiarse de la vida misma, por eso, más que un tratamiento, podríamos asemejarlo con una expedición: no se trata de algo en específico, sino de alguien en específico, de descubrir, estudiar y reacomodar lo que se encuentre en el camino.
La duración de la “expedición” psicoanalítica dependerá de lo que sea descubierto y del cómo se procese. Nuevamente, varía con cada persona, aunque usualmente son procesos mucho más largos que los tratamientos psicológicos.  A pesar de lo anterior, hay que enfatizar que el psicoanálisis no es infinito; sí se llega a un punto de conclusión, sólo que no es posible saber la fecha de finalización desde un principio.
Por último, el costo de las sesiones dependerá de cada paciente, de cada psicoanalista y de la frecuencia del análisis. “¿Por qué se cobran las sesiones a las que falto o las que cancelo?” En términos llanos, porque es una forma de mantener vivo el compromiso hacia uno mismo y no ceder a las resistencias. Puede hacerse una analogía con la suscripción a un gimnasio: se paga la cuota mensual sin importar si se usan las instalaciones diario o sólo un día; tanto la asistencia como la falta son responsabilidad de la persona.

PSICOANÁLISIS MEXICO



VER

http://www.psicoanalisis-mexico.com/reflexiones/artjun012D.html

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