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sábado, 19 de octubre de 2013

Ley y límites en la psique: el lenguaje

Ley y límites
en la psique: el lenguaje
Cecilia López
El establecimiento de límites es
un factor esencial en la formación
de la estructura psíquica de la persona.
Los límites se refieren, por un
lado a lo que se le permite hacer
o no al niño, pero también se refiere
a que los padres estén sujetos a
límites, o, dicho de otra forma,
que también deban respetar una “ley”.



Todas las teorías y posturas sobre cómo educar a los niños hacen hincapié en la importancia de establecer límites: enseñar a los hijos qué está permitido, qué está prohibido y cuáles son las consecuencias de trasgredir las normas. Los padres o educadores, además, no deben titubear al momento de hacer valer estas reglas: deben ser firmes en su aplicación.

En el psicoanálisis, la cuestión de los límites no se refiere exclusivamente a una labor de educación y formación. El cómo se posicione una persona respecto a lo que llamaremos la “ley”, es una factor determinante para su posición subjetiva o estructura psíquica. Podría decirse que la posición respecto a la “ley” es lo que determina cómo será el “esqueleto” (estructura psíquica) de una persona.

¿Cómo pueden los límites determinar la estructura de una persona? No se trata de los límites o reglas por sí mismo, sino primordialmente de cómo los padres, o cuidadores primarios, instruyan o manejen esos límites, tanto para el niño mismo como respecto a sí mismos. A grandes rasgos, se trata de dos momentos, dos tipos de leyes, que determinan la estructura de una persona.

Primera ley: el lenguaje e interpretación del omnipotente

En varios artículos hemos mencionado al omnipotente o gran Otro. ¿Quién es este omnipotente o gran Otro? Aunque con frecuencia lo asociamos con la madre, el padre o el cuidador primario del niño, recordemos que no se trata de ellos en concreto, sino se trata de ellos en tanto tienen la capacidad y la función de dar un significado e interpretar los eventos del mundo para el niño. En otras palabras, son quienes tienen la capacidad de introducir al niño al mundo del lenguaje para delimitarlo.

Los niños lloran o sienten un displacer físico y no sólo no saben cómo solucionarlo, sino que ni siquiera saben qué les sucede, o si sí, les es imposible comunicarlo. Al escuchar el llanto, la madre, o el cuidador primario, se acerca al niño y le explica qué le sucede “Estás de mal humor porque no has dormido bien”. En ocasiones, además de la explicación, ofrece una solución, o da una instrucción, como que cese el berrinche, por ejemplo.

Por medio de las explicaciones de la madre, por medio de sus palabras, los niños hacen sentido del caos interior vivido y aprenden a delimitarse, es decir, a tener una existencia propia. La mamá dice “Tú tienes hambre”, con lo cual el niño recibe el elemento "Tú-Yo” para referirse a sí mismo: “Yo tengo hambre”, “Yo tengo sueño”; se crea el sentimiento de “yo-mismo”, esto es, se construye nuestra “mismidad”.

Imaginemos, por ejemplo, que estamos en un país cuyo idioma no conocemos. Tenemos hambre, tenemos frío y estamos cansados, ¿cómo pedir indicaciones para encontrar un restaurante y un hotel? Es inútil: ellos no entienden español, y nosotros no hablamos su idioma. Nos sentimos frustrados, perdidos, desesperados y confundidos; es como si hubiese una barrera entre nosotros y el mundo, como si estuviéramos aislados dentro de nosotros mismos.

Estamos al borde de las lágrimas cuando nos encontramos con una escuela de idiomas. Felices entramos y un intérprete nos ayuda a encontrar hospedaje por esa noche. En el camino, sin embargo, el intérprete nos aclara que le será imposible acompañarnos todo el tiempo y, si vamos a permanecer en el país, es obligatorio que aprendamos el idioma.

El ejemplo es algo similar a lo que ocurre al inicio de nuestra vida, sólo que en lugar de ser un país con un idioma extraño, es lo exterior y nuestro interior, es nuestra mente, cuerpo y sensaciones las que se experimentan como ajenas e incomprensibles. El intérprete en este caso sería el Otro, quien nos enseña el idioma y, más aún, nos enseña quiénes somos, como si fuera un conocimiento igual al del colegio. Una vez instruido, nosotros aprendemos y aprehendemos ese “yo mismo” enseñado, lo hacemos propio.

¿Aceptar o no la interpretación y palabra del omnipotente?

Todo este proceso implica la entrada en juego de la “primera ley”: por un lado, las explicaciones de otros nos delimitan y nos dan una sensación de “yo mismo”. Nos enseñan quiénes somos y cómo debemos ser y, sobretodo, al momento de decir “éste soy yo”, nos es posible diferenciarnos del “éste no soy yo”. Surge un primer límite: entre el “yo mismo” y el resto del mundo.

Por otro lado, también está la cuestión de someterse a la ley del lenguaje. ¿A qué nos referimos con esto? Un niño aprende a hablar cuando ha aceptado el mundo del Otro, es decir, cuando acepta el lenguaje (las explicaciones, significaciones) del Otro y lo admite, lo hace propio. Para decirlo en términos más psicoanalíticos: un niño aprende a hablar cuando se sujeta al lenguaje, cuando se hace un sujeto del lenguaje.

Los niños aceptan intercambiar los balbuceos por el lenguaje socialmente aceptado y reconocido. Imaginemos que un niño pide un “pelo” de regalo de cumpleaños y la madre lo corrige: “No se dice pelo, se dice perro”. ¿Por qué lo corrige? Porque la palabra correcta, la que se convino socialmente, la que todas las personas entienden, es “perro”. Si el niño quiere comunicarse con otros, si quiere ser parte del mundo, debe aceptar las reglas establecidas del lenguaje y, así, utilizarlo para delimitarse.
En términos de la teoría psicoanalítica, este es el punto de elección entre el principio del placer y el principio de realidad, o el momento de la alienación donde se deviene sujeto del lenguaje.

El rol de la madre

Hasta este punto hemos expuesto someramente cuál es y cómo opera el primer límite desde la visión del niño, cómo se convierte en un “sujeto de la ley” y, al hacerlo, obtiene una primera explicación de quién es él. Al inicio del artículo, no obstante, aclaramos que los límites dependen sobretodo de cómo se posicionen los padres respecto de la ley y de cómo se la presenten a los hijos.

La madre juega un rol fundamental en el establecimiento, función y posicionamiento de la ley en el hijo. Antes que nada, aclaremos que al momento de decir “madre” no nos referimos exclusivamente a la progenitora biológica, tampoco nos referimos a una mujer necesariamente. En este caso “madre” se refiere a la función que desempeña una persona al inicio de la vida de un niño, es decir, el cuidador primario del niño, sea varón o mujer, sea pariente o no. Por comodidad, lo referiremos como “madre”.

Volvamos al ejemplo anterior, donde el niño pide un “pelo” de regalo y la madre corrige la palabra a “perro”. Nuevamente preguntémonos ¿por qué lo corrige? Porque la palabra correcta es “perro”. Ahora bien, la madre no inventó la palabra perro, por el contrario, cuando ella era niña, la aprendió de su propia madre, la abuela.

La madre puede transmitir la enseñanza de la palabra porque, en algún momento cuando era niña, ella aceptó las leyes del lenguaje, aceptó hacer propias las explicaciones y enseñanzas sobre ella misma que la abuela le proporcionó; en otras palabras, aceptó aprender el “idioma” de la abuela para poder ingresar al mundo. La madre puede corregir al niño porque ella misma sigue la ley, ella misma tiene límites.

Al momento en que la madre corrige al hijo, “No se dice pelo, se dice perro”, además de mostrar que está delimitada y sujeta a la ley, también está validando esta ley para con el hijo.

¿Cómo valida la ley con una corrección? Expliquemos: uno no transmite a sus hijos una enseñanza con la que no está de acuerdo. Una madre vegetariana, por ejemplo, no enseñará a sus hijos cómo cocinar una chuleta de cordero; y una madre pacifista nunca enseñará a sus hijos que los problemas se resuelven con golpes. Aunque a veces no estemos conscientes, o no nos demos cuenta, siempre hay una concordancia entre lo que se transmite a nuestros hijos y aquello allegado a nosotros.

El simple hecho de transmitir una enseñanza implica, por un lado. que se acepta, y por otro lleva la orden de seguir esa enseñanza. La madre vegetariana transmitirá a sus hijos las ventajas de no ingerir carne y, de forma implícita o explícita, esperará que sus hijos sean también vegetarianos. La enseñanza de la madre conlleva la orden a sus hijos de seguir esa enseñanza.

Cuando la madre corrige al hijo y lo instruye sobre cuál es la palabra correcta, al mismo tiempo le está instruyendo que entre al mundo del lenguaje socialmente convenido para poder ser parte de un grupo social, es decir, le instruye que haga propios los elementos necesarios para formar parte de la “realidad”, del mundo exterior.

Romper el binomio madre-hijo: inicio de la existencia

Los límites, la ley, el lenguaje, ultimadamente sirven para que el niño pueda trascender la relación con la madre y crear su propia vida, su propio rumbo, sus propias relaciones. En otras palabras, sirven para el que niño tenga una existencia más allá de la relación con la madre.

En el ejemplo, si la madre no corrigiera la palabra, si ella aceptara que el niño dijera “pelo” en lugar de “perro” y aceptara fungir como el intérprete del niño para con otras personas, se crearía una especie de círculo cerrado entre la madre y el hijo, impidiendo que el niño pudiera existir más allá de la madre.

Si solamente la madre es capaz de entender al niño y ésta no le enseña a comunicarse con los demás, está provocando que el niño esté eternamente sometido a ella, dependiente de ella al carecer de otras herramientas. El cerrar la relación entre la madre y el niño, sin permitir la entrada de otros elementos, incluyendo límites y leyes, es lo que lleva a tener una estructura psicótica.

FUENTE

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