Del insight a la autocreación. Vicisitudes de la interpretación desde la modernidad a la posmodernidad.
Jorge L. Ahumada 1
La corporeidad de lo psíquico y la individuación están para Freud en el núcleo del advenimiento de nuestro ser personal. Así, en “El yo y el ello” (1923) afirma que el yo es primera y fundamentalmente un yo corporal, una diferenciación del ello a efectos de la percepción; esto es, de lo que se logre ir captando (y pensando) a punto de partida de lo observado. Que la inmediatez del vínculo de dependencia del lactante con su madre es base de las evoluciones psíquicas lo mostró René Spitz en sus estudios del hospitalismo (1945), donde la ruptura reiterada de la continuidad vincular por quienes cumplían las funciones maternas llevaba al daño psíquico irreparable cuando no a la muerte física. Hallazgos coincidentes, que detalla Goodall (1987), surgen de la indagación etológica.
Partiendo de la corporeidad de lo psíquico, la individuación implicará un complejo proceso de diferenciación a través de la niñez y la adolescencia hasta la adultez y en todo caso abarca una parte del psiquismo, no la totalidad de nuestra vida emocional.
1 Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina. Miembro de Honor de la Sociedad Británica de Psicoanálisis. Av. Las Heras 2063 5ºA, 1127 Buenos Aires, Argentina. E-mail: jahumada@elsitio.net Revista Uruguaya de Psicoanálisis 2003 ; 98 : 184 - 209 - 185
La concretitud e indiferenciación de nuestras dependencias emocionales originarias, y la conflictiva ligada a las mismas, están activas en el quehacer relacional durante todo nuestro decurso vital. Para dar un ejemplo, la concretitud del dolor psíquico que acompaña a los procesos de duelo puestos en marcha por la emigración se dará aún -o sobre todo- cuando ésta ocurre en etapas tardías de la vida. Conviene acotar la vastedad del tema distinguiendo entre el posmodernismo como ideología filosófica y académica heredera del romanticismo generalizando a toda área el modelo del arte, y por el otro lado la posmodernidad como la época sociocultural - que Lyotard llama “La condición posmoderna” (1979)- donde la realidad cotidiana y la realidad política se pliegan al modelo mediático del espectáculo signado, dice un autor mayor de la izquierda norteamericana, Fredric Jameson (1981), por la infinitización del presente y la incapacidad de elaborar las experiencias personales ante el “olvido” del tiempo histórico. A esto se agrega la celebración: en la eclosión de lo novedoso, dice no sin ironía Milan Kundera (2001), sólo quien celebra ser (pos)moderno es auténticamente (pos)moderno, y la única (pos)modernidad digna de ser tal es la que se vive como antimoderna.
La bibliografía dedicada al tema de la sociedad posmoderna llenaría bibliotecas: menciono como hitos “Un Mundo Feliz” de Aldous Huxley en 1932, la obra de McLuhan en la década del 50, el libro de Guy Debord “La Sociedad del Espectáculo” (1967), “La Era del Vacío” de Gilles Lipovetzky en 1982, la obra de Baudrillard sobre la hiperrealidad mediática y el éxtasis de la negación, y los aportes de Neil Postman (1992) sobre la cultura de la diversión en el ámbito del Tecnopolio. Entre nosotros, en El Asedio a la Modernidad (1991), Juan José Sebreli enfatizó el translado masivo al plano político de la concepción wagneriana de la “obra de arte total”: ya en la época del surgimiento del nazismo, señala Sebreli, Goebbels postulaba el predominio de la imagen fusionando la propaganda política y la estetización en la “obra de arte total”, al modo de un todo retórico englobando lo real.
Poco después, en 1937, el historiador y filósofo del arte Roger Collingwood anotaba que bajo el impacto mediático la prevalencia social de la diversión bifurcaba la experiencia en una parte “real” y otra consistente en un “hacer creer” ilusorio, entrando en bancarrota la realidad cotidiana, con un cambio fundamental de nuestras experiencias personales.
En el pasaje a la cosmovisión de la posmodernidad los procesos de evolución psíquica viran en la sociedad global y en el ámbito del psicoanálisis, donde el eje del tratamiento y la función de la interpretación rotan del insight a la autocreación, tema que abordé en otros trabajos (1992, 1994, 1995, 1997, 2001; Etchegoyen y Ahumada 2002; 2002a, b; 2003a, b; en prensa a, b). No se me escapa que abordar el tema del psicoanálisis en la posmodernidad es entrar en un campo minado presto a malentendidos, por la turbulencia emocional que habita la interfase entre las cosmovisiones moderna y posmoderna.
En el contexto académico, la segunda mitad del siglo XX estuvo signada por el llamado “giro lingüístico” de la filosofía y las disciplinas del hombre, donde el orden del discurso se autonomiza siguiendo impulsos nucleares de la vertiente romántica. Tomaré como guía el eje que va desde el romanticismo a Nietzsche y a Foucault. El romanticismo como matriz del pasaje hacia el posmodernismo.
El romanticismo como matriz del pasaje hacia el posmodernismo
Si siendo legión quienes comentan los temas del pasaje a la actual sociedad mediática sería abrumador intentar nombrarlos, no lo es menos mapear los hitos filosófico-literarios que desde la crisis de la razón y el surgimiento del romanticismo marcan el camino académico hacia el posmodernismo. El historiador de las ideas Isaiah Berlin (1960) ubica allí un punto de viraje, un cambio radical del marco conceptual donde los problemas previos se viven como remotos, obsoletos o ininteligibles, “restos de confusiones de un mundo ido” (1960, p. 168).
En el modelo romántico del arte, afirma, la creación parte de la nada, ex nihilo: el arte, convertido en la actividad autónoma fundamental del hombre, no es imitación ni representación sino expresión, mostrando la chispa divina de cada uno, sicut Deus. En tal clima de auto-engendramiento las rotundas palabras de Fichte, “Soy sólo mi propia creación” (Berlin 1960, p. 180) cobran pleno valor.
Aunque la abrogación de las nociones de verdad y falsedad suele atribuírse a Nietzsche y su énfasis en la “muerte de las evidencias”, el tema es rastreable a las raíces del romanticismo expuestas por Schiller en 1789, sosteniendo que todo hecho o evento es una construcción arbitraria, y “cualquier construcción, cualquier selección, cualquier ‘estructura’ es tan válida como cualquier otra” (Kolakowski 1975 p. 242). La subjetividad del presente pasa así a engendrar el pasado: con la ventaja, sostiene el autor, de obviar la necesidad de aprender.
Aún antes de Schiller, de Hölderlin y de Nietzsche, en la ancestral tradición germánica el peso salvífico del Dichter, señala el crítico literario George Steiner en “Una lectura contra Shakespeare”, no se transmite con facilidad a otras culturas: así, el término “poeta” tal cual se usa en inglés -o, agrego, en otras lenguas- no hace lugar adecuado a la dimensiones adánicas del término germano.
El auténtico Dichter, sostiene con pasión Steiner, es excepcional. En sus términos: «La verdadera Dichtung da testimonio. ‘Conoce objetivamente’ en el sentido concreto en que la nominación de las formas vivientes del Edén por parte de Adán correspondía precisamente a la verdad. ... Como Adán, el Dichter nomina lo que es, y su nombrar define, encarna su verdadero ser» (1986, p. 121-122). Tal «conocer objetivo» de la Dichtung se distingue netamente del conocer cotidiano y del conocimiento científico. En el caso de Martin Heidegger, dice Steiner, «el Dichter ... ‘ habla el Ser’». Es ‘el pastor del Ser’; en la custodia del Dichter el hombre se acerca más a lo que es (a lo que podría ser si es que va a ser hombre)» (p. 122-123). Su función es a la vez ética y salvífica. Destaco a mis fines que Heidegger fué central en el pensamiento francés de la posguerra -la época de las «tres H», Hegel, Husserl y Heidegger- y que en esas corrientes del pensar la función poética asume valor vático: el Dichter relata eventos futuros desde el lugar de los dioses, lo cual en el contexto del posmodernismo, y como examiné en otro lugar (2001), toma la forma de la paradoja de la enunciación.
En el arte romántico la obra de Richard Wagner ilustra la expansión de las expectativas de un renacer emancipatorio desde el drama musical wagneriano hacia la sociedad global, aunando su «obra de arte total», nos dice el historiador de Oxford J. W. Burrow, el papel de la tragedia en la Grecia antigua con la tradición del Volk de las mitologías teutónicas. Que aquí el Mythos asume la magna función de la re-creación avalaría a Collingwood (1946) en la afirmación de que el mito asume siempre la forma de una teogonía.
Sólo el mito libera en las tradiciones del Volk y de la Dichtung, del pueblo y su enunciación, que compartían Wagner y Nietzsche. El romanticismo le significó a Wagner, dice Burrow, a la vez «la aprehensión inmediata, poética, de lo verdadero en formas inaccesibles al pensamiento analítico, y ... la creación colectiva de un pueblo, de un Volk» (2000, p. 210) en vías a la redención espiritual mediante la revitalización del mito en el arte. Por su parte Enrique Racker, en medulosa consideración de su obra y personalidad cita a Thomas Mann: «Wagner reconoce que su arte y su dolencia son una sola y misma enfermedad» (1948, p. 32-33), subrayando que llamaba delirio conciente a su arte. Por motivos de espacio no detallaré las idas y vueltas del tema, que Racker desglosa del periplo de sus sucesivos dramas musicales: diré sólo que en lo concerniente a la dimensión teológico-demiúrgica en la producción wagneriana y más en general en el romanticismo, Racker (p. 78n) señala que casi todos los héroes wagnerianos son a la vez deicidas y crucificados, y agrega que hacia el final, cayendo en la enfermedad mental, también Nietzsche se identificaba con el Crucificado.
El exaltado sentido wagneriano de cumplir una misión sublime se acicatea en el caso de Nietzsche por su convicción de las afinidades profundas entre el filósofo y los fundadores de religiones (1872b p. 19). Habiéndome referido ya con cierto detalle en mi trabajo «El renacer de los ídolos. El inconciente freudiano y en el inconciente nietzscheano» (2001) a estos temas nietzscheanos centrales me limitaré a resumirlos. Para Nietzsche la pérdida del mito es a la vez la pérdida del hogar primordial, el mítico seno materno, la pérdida de la extática ilusión artística, y la pérdida de la auto-aniquilación orgiástica del impulso dionisíaco en el seno de la Unidad Primordial, y es por ende la ruina de la tragedia y el ocaso del héroe épico -Prometeo, Edipo, Orestes- que bajo diferentes máscaras es siempre el Dionisos de los misterios sufriendo los desgarros de la individuación. El artista asume el rol del artista supremo, Prometeo, pues, sostiene, en la concepción aria lo sublime sólo se logra a través de un crimen2 : la transgresión es la suprema virtud prometeica, en los esfuerzos del individuo de devenir el único ser humano. Esto se contrapone a la moral semítica y cristiana, la moral de los esclavos, que deberá ceder ante una nueva aurora en la renacida primacía de Dionisos.
Esta reiteración del tema del nacimiento y del renacer en Nietzsche captó la atención de oídos psicoanalíticos: así, Helene Deutsch señala el rol crucial del éxtasis y la rabia en dicha ruta hacia la inmortalidad, enfatizando el objetivo último, “un estado permanente de unificación beatífica con su madre” (1969, p. 33).
2. El psicoanalista inglés Ron Britton (2001) recuerda a la analista Sabina Spielrein quien describió el impulso destructivo en su trabajo “La destrucción como causa del devenir del ser” (1912). Spielrein, apoyando en Nietzsche, afirmaba que la voluntad de amar implica la voluntad de morir. En las sagas nórdicas, y en las óperas wagnerianas basadas en ellas, las mujeres sólo accedían al Valhalla como siervas de Odín, ofreciendo carne -y su cuerpo- a los guerreros: de no ser así, sólo lo hacían tras la muerte sacrificial, y al quemarse en la pira del guerrero accedían en la otra vida al matrimonio vedado en ésta. Vida y muerte se revertían, afirma Britton, pues la idea de la muerte se vinculaba a una unión eterna más que a una pérdida, en tanto que la vida se vivía como una persistencia de la separación.
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