Ser artífice de sí mismo
Twitter: @elinauta
Usaré como escudo la nostalgia que comportan estas fechas y me tomaré la licencia de iniciar este post con un bello cliché: el afán de hacer de la propia vida una obra de arte. Para ello no es necesario ser un genio ni poseer grandes talentos, pues partiremos de ideas que hemos hablado ya en posts anteriores: el arte no necesariamente es bello, ni reverencial ni fruto de una inspiración cuasi-divina, sino un modo de creación o afirmación de sentido del cual todos podemos apropiarnos. Quizá podamos decir con Elbert Hubbard que el arte no es una cosa, sino un camino.
Si pensamos en el arte como la afirmación de un estilo, puede ser más sencillo entender su relación con nuestras decisiones cotidianas. En un post anterior contaba que el estilo de un artista no es solamente el perfeccionamiento de su técnica; el estilo surge de la forma peculiar en que cada persona experimenta su entorno. Al percibir las calles de todos los días, los ruidos cotidianos; al interactuar con los utensilios que a diario usamos; al hablar y mirar a otras personas, construimos ciertos significados, cierto ambiente y relato que enmarca nuestra vida y nuestro carácter. Ese significado no es único ni es fijo: cada uno de nosotros lo construye a diario a través de cada acto, por mínimo que sea.
Lo relevante es que la mayor parte del tiempo lo hacemos de forma inconsciente. No reparamos en que cada detalle (la mirada que dirigimos hacia la calle al salir por la mañana, el roce con las texturas y materiales de la ropa que usamos, las ideas que cruzan nuestra mente mientras nos dirigimos al trabajo) podría ser una pincelada precisa, o un golpe de cincel, que irá delineando nuestros días.
Cuando lejos de ser inconscientes, orientamos esas pequeñas acciones para afirmar un sentido específico, aquél que expresa nuestro estilo personalísimo, entonces podemos aventurarnos a hablar de vivir la vida como un arte. Se trata de moldear lo que vamos viviendo, seleccionando e interpretando con presteza de modo tal que las cosas que parecen ordinarias, para nosotros estén repletas de sentido y valor. Por dar un ejemplo, puedo decir que yo disfruto trazando rutas de color a lo largo del día. Así, hay días color ámbar acompañados de música de cuerdas (deliciosamente desafinada), o días con tintes azules y violetas que huelen más bien a mar abierto.
Pero no es un ejemplo que sirva para todos, pues ése es un aspecto de mi específica forma de involucrarme estrechamente con el mundo. Es mi forma de interrogarlo y de dejarme interrogar por él, pero no necesariamente significa algo para quien lee este post. Y en ello reside uno de los aspectos más importantes de todo este asunto: debemos estar conscientes de que los sentidos que creamos no son absolutos, ni siquiera verdaderos en toda la extensión de la palabra. Son, en la mayoría de los casos, ficciones. Pero este carácter ficticio también es una de sus mayores ventajas, pues es lo que permite modificarlo, adaptarlo cuando queremos cambiar el ritmo, ir moldeando ese relato e ir moldeándonos también nosotros mismos.
Se trata de construir interpretaciones del mundo, de nuestro actuar y de nuestra persona. Como toda interpretación, no será absoluta, pero será propia, cercana, flexible. Y podremos vivirla como verdadera, transformarla e incluso compartirla con personas similares. Es así que podremos decir que a través de esa interpretación vamos esculpiendo nuestro carácter, construyendo un entorno lleno de significado y narrando nuestra historia. En suma, afirmando nuestra peculiar manera de existir.
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